Dominique Simonnet
LA MÁS BELLA HISTORIA DEL AMOR
Prólogo
Son dos delgadas siluetas enlazadas, bosquejadas en el fondo de una
gruta neolítica. Es la sonrisa enigmática de esa pareja antigua que
sobrevive en un muro de Pompeya. Es, en una estampa, la rodilla en
tierra de un caballero inclinado ante su dulcinea…
También es la espada de Tristán que lo separa de su dama, los
dedos de Julián que rozan el brazo de madame de Rênal, y las miles de
palabras inflamadas de las Julietas, Heloísas, Berenices y todas las
bellas de los señores de la literatura.
Y es la falda recogida de una pequeña ninfa de Fragonard, la mano
de Carlitos apretando con fuerza la de Paulette Goddard, y además los
torrentes de lágrimas, las orgías de besos, las sinfonías de suspiros, los
gritos de placer que inundan nuestras pantallas nunca satisfechas.
Siempre el amor, que nos sigue como una sombra desde la noche de
los tiempos…
Pero no sólo hay historias de amor. También hay una historia del
amor. Una Historia con mayúscula que no se limita a las travesuras
reales ni a los folletines por entregas. Al escrutar la vida privada de las
“gentes” de toda condición, revela los secretos de nuestras
mentalidades y toca de cerca el inconsciente de nuestras sociedades.
Dime cómo amas y te diré quién eres…
Interrogarse sobre el amor es movilizar las cuestiones grandes y
simples, es inclinarse sobre la moral de un tiempo, por supuesto, pero
también sobre la guerra, el poder, la religión, la muerte… Cuando se tira
del hilo rosado, lo que viene detrás es toda nuestra civilización. “El amor
es una concepción de Occidente”, decía Denis de Rougemont. No es
posible resumirlo mejor.
Es precisamente esta aventura afiebrada la que aquí encaramos, con
los más grandes historiadores, filósofos, escritores. Seducciones,
encuentros, pasiones, erotismo, sexualidad, matrimonios, fidelidad…
¿Cómo se amaba antaño en Occidente? ¿Cuál era el ideal del
momento? ¿Se asemejaba a la realidad? ¿Cuál era la verdadera
naturaleza de la intimidad? ¿Dónde ubicaba uno su deseo? ¿Qué sitio
se concedía al placer y al sentimiento?
La historia del amor tuvo sus respetables pioneros: Michel Foucault,
Jean-Louis Flandrin, Georges Duby… Pero nunca fue escrita como una
continuidad. A condición de hacer caer algunos viejos estereotipos,
nosotros nos atrevimos.
La exploración de las intimidades es una tarea difícil: el amor no deja
fósiles, y a menudo borra las huellas de sus pasos. Sólo subsisten
ilusiones, evocaciones fugitivas, veladas, disfrazadas… Las grandes
crónicas lo ignoran, ya que prefieren las hazañas guerreras. Las actas
notariales y las estadísticas de estado civil lo bastardean en
contabilidades infames. Quedan el arte y la literatura: cartas y diarios
íntimos, poemas, cuadros, dibujos, esculturas…
Y todavía hay que separar lo imaginario de lo real. Porque el arte no
siempre dice la verdad. A menudo revela las fantasías de una época y,
más que lo que se hace, dice lo que se desea hacer. Así, los romanos,
que erizaban sus plazas con estatuas de sexo triunfante, en privado
eran unos perfectos puritanos. En la época en que la Venus de Botticelli
descubre su desnudez, no por eso la gente se desviste en los
dormitorios. Y el libertinaje del Siglo de las Luces no era más que el
revés de un decorado donde reinaba la represión… Por lo tanto, hay
que tener cuidado con los símbolos engañosos.
Como también lo veremos, esta historia no es muy rosada que
digamos. Nunca se bromeó con el amor. Reyes, sacerdotes, guerreros,
médicos, banqueros, notarios: todos lo encuadraron, normalizaron,
reprimieron, encarcelaron, violentaron. Y las mujeres fueron las eternas
sacrificadas. “Nunca comience su matrimonio con una violación”,
aconsejaba Balzac, hace no tanto tiempo. Lo cual equivale a decir que
era cosa de todos los días. El sexo no siempre fue una partida de
placer, ni mucho menos. Durante largo tiempo reinó el orden moral y
sexual, que ejercía una verdadera opresión sobre la vida privada.
Simplifiquemos. La historia del amor se resume en tres palabras, tres
esferas: sentimiento, matrimonio, sexualidad. O si se prefiere: amor,
procreación, placer… Tres ingredientes para conformar a hombres y
mujeres, con los que cada época jugó, tratando a veces de disociarlos,
otras de reunirlos, al capricho de sus intereses. Tanto para lo mejor
como para lo peor.
Matrimonio sin amor ni placer. Matrimonio de amor sin placer. Placer
de amor sin matrimonio… La historia del amor es la de una larga
marcha de las mujeres (con los hombres un poco a la zaga) para
liberarse del arnés religioso y social y reivindicar ese derecho sin
embargo elemental: el derecho de amar.
PRIMER ACTO: ANTE TODO, EL MATRIMONIO. Tras la larga
prehistoria que, como veremos, no era tan salvaje como se cree, se
instala un pesado arnés. Entre el hombre y su mujer legítima no hay
una cuestión de sentimiento (que debilita el alma), mucho menos de
placer (que agota el cuerpo). Peor aún: la carne se vuelve pecado. La
pareja está hecha para procrear y asegurar la herencia y la filiación.
Solamente los hombres se arrogan el derecho de ir a retozar por ahí.
Ésas son la ley y la moral que pesarán durante siglos. Con el correr de
las páginas, cantidad de ideas recibidas van a caer: veremos que
nuestros antepasados, los romanos, fueron los primeros puritanos. Y
que en la Edad Media, contrariamente a lo que se cree, el amor no era
realmente tan cortés.
SEGUNDO ACTO: TAMBIÉN EL SENTIMIENTO. En la sombra del
Renacimiento, donde el orden sexual reina más que nunca, se
manifiesta una pequeña reivindicación en el fondo de las campiñas: ¿y
si también se pudiera amar a aquel o aquella con quien uno está
casado? Son los pobres los primeros que lanzan esta escandalosa
reivindicación. ¿Qué tienen que perder, si concertan uniones de amor
más que matrimonios de interés? Pese a una muy pequeña ventana
abierta sobre la libertad de las mujeres, rápidamente cerrada (la
Revolución fue la gran enemiga del amor y de la vida privada), muy
lejos estamos de los sueños de igualdad. Y muy lejos del placer… Una
vez más, algunos estereotipos van a derrumbarse: a despecho de su
literatura, el siglo del romanticismo no es realmente sentimental. Y el
siglo XIX le sobreañade la hipocresía y la brutalidad.
TERCER ACTO: POR FIN EL PLACER. Al amanecer el siglo XX se
levanta la tapa que aplastaba a la sexualidad. En adelante, ¡hay que
agradar! Poco a poco, con el correr de las décadas, las parejas se
erotizan, se liberan. Los Años Locos, paréntesis entre dos locuras
bélicas, aceleran esta emancipación de los cuerpos y los espíritus. Y la
revolución sexual barre de un golpe los antiguos tabúes. Pero curioso
tropiezo: esta vez, la que se vuelve totalitaria es la sexualidad, tanto
tiempo reprimida. Una vez más, el amor corre con los gastos.
¿Dónde estamos hoy? Gracias a los progresos de la ciencia y la
evolución de las mentalidades, nuestras tres esferas pueden estar
totalmente disociadas: se puede hacer el amor sin procrear, procrear
sin hacer el amor, y está admitido hacer el amor sin amar. Sin embargo,
signo de nuestra época paradójica, nunca tuvimos tantas ganas de
reunirlas: un amor duradero donde se cultive el placer, ¡ése es el ideal
de nuestro tiempo! Queremos las tres a la vez. Sin embargo, y nos
percatamos de ello con cierto desamparo, esas nuevas elecciones que
se nos ofrecen también tienen su peso. El amor no es más fácil de vivir
en la libertad que en la coerción.
Y aunque también es el fruto de nuestras hormonas, como se dice
hoy, el amor siempre está ligado a nuestro pasado lejano. Se lo quiera
o no, esa larga historia todavía vive en nosotros. Nuestros
comportamientos amorosos arrastran la pesada herencia, no sólo de
nuestros padres, sino también de las numerosas generaciones que los
precedieron. En el fondo de nosotros hay Don Juanes, Isoldas, Solal
que dormitan, y en ocasiones tiran de los hilos. Y, sin saberlo, nos
abrevamos en viejas morales, antiguas aspiraciones, deseos ocultos.
Sí, el amor tiene una historia. Y nosotros siempre somos sus herederos.
DOMINIQUE SIMONNET
))((
ACTO I
Ante todo, el matrimonio
ESCENA III
La Edad Media
Y la carne se volvió pecado…
(fragmento)
¡Ah! El amor más fuerte que el exilio, más fuerte que la muerte, el
filtro que une para siempre, las declaraciones inflamadas de los
caballeros, las largas quejas de los enamorados sacrificados (“Mi
muerte os provocará tal dolor, añadido a vuestra gran languidez,
que nunca más os podréis curar”, gime Isolda, separada de su
Tristán)… Se dice que cierta Edad Media habría celebrado la
pasión, ese sentimiento mortal pero sublime. ¡No tan rápido! La
época no era tan romántica. Y el amor realmente no tan cortés,
salvo el adulterio. De hecho, el cristianismo vino a dar una vuelta
de tuerca suplementaria a la pesada tapa que habían puesto los
últimos romanos sobre la pareja casada. Y la carne se volvió
pecado…
No tan corteses
DOMINIQUE SIMONNET: De las costumbres de la Edad Media se
destacan dos imágenes: la de un mundo feudal, brutal, viril,
conquistador, en el que las mujeres son víctimas; y la del amor cortés,
el bello trovador inclinado ante su apuesta señora a quien idealiza pero
no toca. Dos estereotipos aparentemente contradictorios…
JACQUES LE GOFF: Pero no lo son. La violencia guerrera del
feudalismo medieval coexiste muy bien, en la literatura, con la
exaltación de la feminidad, la castidad y la pasión propia del amor
cortés. Por otra parte, se encontraría una dicotomía similar en la
civilización japonesa en épocas de los samurais. Pero la historia de la
Edad Media, y particularmente el amor cortés, fue objeto de muchas
deformaciones y muchos mitos, inventados sobre todo por los
románticos que modelaron nuestra sensibilidad. Con Georges Duby,
gran medievalista, a menudo nos hacíamos esta pregunta: ¿realmente
existió el amor cortés? ¿O no fue más que una fantasía? El historiador
católico Henri Irénée Marrou (que escribía bajo el seudónimo de
“Davenson”) también se había interrogado, en una formulación un poco
más brutal: ¿hacían el amor los trovadores?
La pregunta tiene el mérito de ser clara. ¿Y la respuesta?
La documentación de que disponemos sobre el amor en la Edad Media,
esencialmente literaria e iconográfica, no nos permite zanjar este último
punto. Tal vez los únicos que se aproximaron al amor cortés fueron
Heloísa y Abelardo. Tras muchas vacilaciones, hoy pienso que su
correspondencia fue modificada un poco, pero que es auténtica.
Porque habían conocido una pasión secreta fuera del matrimonio,
Abelardo fue castrado y Heloísa, enclaustrada…
Sí, pero esos dos son casos únicos. Y más tarde se convertirán en
símbolos: en El libro de la rosa figuran en buen lugar entre las
miniaturas de enamorados. Si impregnó levemente las costumbres de
las clases superiores (porque las fantasías de una época siempre
influyen sobre la realidad), el ideal cortés no las perturbó en
profundidad. Para mí, era esencialmente literario, y se atrincheraba en
lo imaginario, al igual que las trovas, esos relatos bastante crudos que
hablan de la fantasmagoría campesina y burguesa.
Tristán e Isolda, el filtro de la pasión, esos caballeros que guerreaban
soñando con sus bellas, esas declaraciones de fidelidad declamadas,
un pie en tierra, en los torneos… ¿Todo eso no sería más que literatura,
entonces?
En efecto, así me inclino a pensarlo. Lo que sabemos de las
costumbres de esa época es bastante diferente y no va en el sentido de
una práctica “cortés” entre hombres y mujeres. Jean-Charles Huchet,
por su parte, ha escrito un buen libro sobre El amor descortés.
Los reyes francos polígamos
Tratemos entonces de comprender lo que ocurría entre ellos. Tras la
caída del Imperio Romano vienen los bárbaros, francos, visigodos y
otros ostrogodos que realmente no son unos tiernos. Al convertirse al
cristianismo, ¿adhieren a esa nueva moral puritana de la que nos
hablaba Paul Veyne que, en adelante, hace reinar el orden sexual?
La cristianización de las costumbres fue muy lenta. La internalización de
las concepciones de la Iglesia en las mentalidades y las prácticas fue
un trabajo de siglos. Sobre la base de los escritos de Gregorio de
Tours, uno de los grandes cronistas de la Galia, a menudo se insistió en
el carácter salvaje del primer período de la Edad Media, lo que no era
totalmente falso. En esos tiempos, en la época merovingia, la poligamia,
que ya casi no existía en Roma, todavía era practicada por la
aristocracia bárbara. ¡Hasta el padre de San Luis, Luis VIII (1223), los
reyes francos fueron polígamos! Cantidad de escándalos ocurrieron al
respecto alrededor de Lotario o Roberto el Piadoso en las cercanías del
año 1000.
En esa época, sin embargo, la gente se casa según reglas
extremadamente estrictas.
Estamos muy poco informados sobre las prácticas de los campesinos,
que constituían, sin embargo, el 90% de la sociedad. En todo caso,
para los nobles, el matrimonio era de “conveniencia”, vale decir,
arreglado por el rey, el primer casamentero, que conservaba su dominio
sobre la nobleza prodigándole favores, tierras y dotes. Georges Duby,
por ejemplo, contó cómo Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra se
aseguraron el juramento de fidelidad de Guillermo el Mariscal, un señor
que fue uno de sus principales guerreros y consejeros: lo hicieron
casarse con mujeres pertenecientes a un rango más elevado, lo que le
daba prestigio. En el interior de la familia, eran los ancianos los que
orquestaban el matrimonio. Además, éste era un contrato civil, firmado
ante un notario y limitado a la Europa meridional.
Que en consecuencia escapaba al control de la Iglesia.
Sí. Pero a partir del siglo XII, la Iglesia va a extender poco a poco su
poder sobre el matrimonio: lo instituye como sacramento (pero no lo
será realmente sino en el siglo XV, cuando se lo celebrará en el interior
de una iglesia y ya no delante) e impone su modelo: la indisolubilidad
de los lazos y la monogamia. De este modo, otorga a los esposos más
libertades de las que tenían hasta entonces.
¡Más libertades!
¡Claro! No olvidemos hasta qué punto la moral antigua era opresiva,
como la describe justamente Paul Veyne. Ahora, el matrimonio cristiano
reclama el consentimiento de cada uno de los esposos, lo que no
ocurría antes. No sólo el del marido, que puede oponerse al poder del
monarca o de su familia, sino el de la mujer. ¡No es moco de pavo!
¡El amor cortés es el adulterio!
Consentimiento mutuo, tal vez… Los esposos adquieren un nuevo
derecho. Pero ¿lo ejercen realmente?
No seamos ingenuos: muchos casados no aprovechaban esa
liberalidad porque el peso de la sociedad seguía manifestándose. No
obstante, se conocen varios ejemplos de procesos ante los tribunales
eclesiásticos donde los casados reclamaban esa libertad de elección
que les era negada. Comparado con las prácticas del mundo
grecorromano (no olvidemos que, en la democracia ateniense, las
mujeres no tenían ningún derecho), el cristianismo, en cierto sentido,
hizo progresar el estatus de la mujer mediante esa idea revolucionaria
del consentimiento mutuo.
Pero como reverso de la medalla, la Iglesia se insinúa en la intimidad de
la pareja casada.
Es justo. Michel Foucault y yo habíamos observado hasta qué punto el
año 1215 marcó profundamente la psicología y la cultura de Occidente.
Ese año se decreta la obligación para todos los cristianos, de ambos
sexos, a partir de los 14 años, de confesarse por lo menos una vez al
año, lo que va a desembocar en la comunión pascual y el examen de
conciencia, base de nuestra introspección y el psicoanálisis (pero el
confesionario sólo será inventado en el siglo XVI y se generalizará en el
XVII). Fue también en 1215 cuando el cuarto concilio de Letrán, al
reunir a los obispos cristianos romanos bajo la autoridad del papa, torna
obligatorias las amonestaciones un mes antes del matrimonio.
Cualquiera, si tiene una buena razón para hacerlo, puede oponerse a
un matrimonio. ¿Por qué una medida semejante?
El objetivo es impedir la consanguinidad: originalmente, la prohibición
se extendía hasta la séptima generación, pero en una sociedad más o
menos endógama no era realista, y se contentaron con imponerla hasta
la cuarta generación. Para la Iglesia, es un medio de control. Pero al
mismo tiempo, las amonestaciones dan a los futuros casados la
posibilidad de hacer anular el matrimonio. En consecuencia, para ellos
es una ocasión de conquistar cierta independencia. Muy explícitamente,
la Iglesia quiere contrarrestar el poder del linaje y el peso de las
familias.
Pero el matrimonio cristiano es indisoluble. No hay divorcio,
contrariamente a los romanos… En ese plano, esta vez las mujeres no
salen ganando.
Es cierto. Entonces, se refugian en el adulterio. Eso es precisamente lo
que refleja la literatura cortés, que florece en ese momento. En realidad,
¿de qué habla ella? De jóvenes caballeros que hacen todo para
apoderarse de la mujer de otro. En esta concepción, el himeneo se
desarrolla siempre fuera del matrimonio y en el adulterio. Tristán e
Isolda es el adulterio. Guenièvre y Lancelot es el adulterio. ¡El amor
cortés es el adulterio! Y tal vez, reprimida, hipótesis que se ha
planteado, la homosexualidad.
martes, 24 de abril de 2007
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